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la refutación, sin gasto de argumentos, con la simple presenta-
ción de pruebas, de otra calumnia de Tomatis, o en todo caso de
su selección tendenciosa, como dicen, ¿no?, de los hechos. Por-
que en rigor de verdad, dice el Matemático con una sonrisa be-
névola que quiere dejar sentada su total prescindencia de juicios
morales en el asunto, es un error grosero pretender que Rita,
cuando está borracha, quiere mostrarle las tetas a todo el mun-
do, porque de todos modos siempre está borracha, y la mayor
parte del tiempo tiene el torso completamente cubierto. No, si
hace eso de tanto en tanto, según el Matemático, no sería por
alcoholismo o exhibicionismo, sino más bien por timidez: ¿qué
hacer, de qué hablar, cómo comportarse en sociedad? ¿Similar
interés por las conversaciones estúpidas o asumir poses preten-
ciosas, tratar de refutar argumentos inatacables pero entera-
mente falsos, justificar por qué nos gusta más el dulce de mem-
brillo que el de batata o Miró que Dalí? ¡Ah, no! mejor quedarse
callados en un rincón, tomando ginebra tras ginebra, sin decir
una palabra, fumando tabaco fuerte hasta que, en un momento
dado de la noche, de un modo brusco, por pasar por fin a la ac-
ción después de un marasmo insoportable, sin saber qué com-
portamiento justo asumir o qué palabra verdadera proferir, para
descargar angustia, zas, las tetas al aire. Eso desde luego sin
ninguna deliberación, de un modo compulsivo más bien, cuan-
do, no únicamente los demás, sino ella misma menos se lo es-
pera. El, el Matemático, ha tenido la suerte de verla trabajar va-
rias veces en su taller; pinta sin caballete; pone un rectángulo
de tela directamente en el suelo, y todo alrededor de la tela los
tarros de pintura fluida en los que sumerge unos palos de distin-
to diámetro  pedazos de mangos de escoba, varillas, ramas de
árbol o de arbusto peladas con un cuchillo, mangos de pince-
les y que después deja chorrear sobre la tela; otras veces
echa pintura en un colador que pasea después sobre la tela y si
no agujerea directamente el fondo de los tarros y va rociando la
tela con ellos. Cerca, en una mesita, tiene una botella de gine-
bra, vasos, y una sopera de aluminio, toda abollada y llena de
hielo, y un montón de paquetes de Colmena o Gavilán. A veces,
si la tela es demasiado ancha, va recorriéndola por los cuatro
costados con sus palos, sus tarros o sus coladores, pero si la
anchura se lo permite, va pasando por encima, con las piernas
bien abiertas, para no pisar la tela, todo el día inclinada hacia el
suelo, de modo que uno de sus chistes preferidos, que son dos o
tres, siempre los mismos, y que la hacen reír a ella sola, es que
para pintar hay que tener riñones de campesino y que, justa-
mente, la ginebra no es para encontrar la inspiración sino para
calmar el dolor de cintura. Lo cierto, dice el Matemático, es que
de vez en cuando se para un ratito, se toma un buen trago, y
vuelve al trabajo, con el cigarrillo colgando de los labios entre-
abiertos, milagroso, y la cabeza rígida para que la ceniza no cai-
ga sobre la tela; de tanto en tanto, se para para sacudir la ceni-
za a un costado e ir considerando el resultado. A él, al Matemá-
tico, ¿no?, le parece curioso que sea tan amiga de Héctor, el
otro pintor, porque es difícil concebir dos modos tan diferentes
de trabajar y de representarse la pintura  eso, aparte de que
son dos personalidades tan distintas. Héctor necesita semanas,
meses, para terminar un cuadro; ella, en ciertos períodos, pinta
tres o cuatro por día. Cuando tiene una idea, Héctor la pone en
práctica con minucia, paciente, haciendo cálculos, teorías, y ca-
da uno de sus cuadros, o cada una de sus pinceladas incluso,
tiene un fundamento teórico, sin contar con el hecho de que sus
cuadros son a veces monocromos, o utilizan uno o dos colores,
o distintos tonos de un mismo color, y son casi siempre geomé-
tricos. Héctor encuentra lo que busca antes de empezar a pin-
tar; ella pinta todo el tiempo y para de pintar cuando encuentra
algo. El, el Matemático, ¿no?, le ha oído decir una vez que ser
un buen pintor consiste en saber dejar de pintar, en saber
cuándo pararse; y en efecto, los cuadros que no le salen bien,
porque justamente ha ido demasiado lejos  lo cual ocurre la
mayor parte del tiempo los arruga todos y los tira a la basura.
Varias veces por día tiene que tirar el resultado de horas de tra-
bajo  varias veces por día, y todo porque la mano, que ha es-
tado paseándose incansable sobre la tela, dejando chorrear so-
bre ella pintura bien diluida, no ha realizado el movimiento
exacto destinado a estampar las manchas finales mediante las
cuales el conjunto, hasta ese instante contingencia y caos, co-
mience a irradiar, para nuestra exaltación, dice más o menos el
Matemático, necesidad y gracia. Y ella, inclinada sobre la tela,
vacilando un poco a causa de los vasos de ginebra, sacudiendo
al costado, sin prestarle atención, la ceniza del cigarrillo, tiene
que ser la primera en descubrir, en ese desorden aparente, la
evidencia mágica. No únicamente en eso se diferencian con Héc-
tor  y lo curioso es que sienten uno por el otro una admiración
sincera y recíproca y que dos o tres veces por semana se en-
cuentran en el bar de la galería y se emborrachan juntos hasta
el amanecer. Héctor habla todo el tiempo, en tanto que ella no
pronuncia una palabra, a menos que, en vez de desabotonar su
blusa, cuando se ha tomado una botella de ginebra, no se ponga
a hablar sin parar, a gritar, a reírse de cualquier cosa, hasta
terminar insultando, nadie sabe bien por qué y ella menos que
nadie, a sus interlocutores. Los dos tienen alrededor de treinta
años y han estudiado un tiempo juntos en la escuela de Bellas
Artes, pero en tanto que Héctor ha pasado una temporada en
Europa, visitando museos y manteniendo discusiones teóricas
con la crema de la vanguardia europea, ella nunca ha salido de
la ciudad. Héctor se compra sus pulóveres en Buenos Aires, y a
veces incluso se los hace mandar de Roma o de París; ella anda
siempre con la misma pollera y el mismo saco, manchados de
pintura, lo mismo que las manos e incluso a veces el pelo, los
pies enfundados en unos zapatones de hombre todos gastados,
la cara sin maquillar, siempre con un Gavilán o un Colmena col-
gando entre los labios, las uñas desparejas no pocas veces de-
coradas de un reborde negro, siempre buscando alguien, hom-
bre o mujer, le da lo mismo, para traérselo con ella a pasar la
noche al taller, porque no soporta quedarse sola y es raro que
se duerma antes del alba, yendo y viniendo todo el tiempo a lle-
nar su vaso de ginebra y a sacar hielo de la sopera abollada.
Justamente, Botón, de quien las malas lenguas ya no saben qué
murmurar, porque tiene novia oficial en Diamante, el tiro al aire
de Botón justamente, dice más o menos el Matemático, aturdido [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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