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precio de las salazones, la conversación se hizo algo más general. Tras considerables
dificultades, Fafhrd y el Ratonero obtuvieron permiso para aventurarse fuera del barrio de
los mercaderes, pero sólo de día y sin sus hombres. Groniger rechazó un segundo trago.
Dentro de su esfera helada, en la que un ser más alto habría tenido que permanecer
encogido, Khahkht se despertó, musitando:
Los nuevos dioses de la Isla de la Escarcha son traicioneros..., traicionan una y otra
vez, pero también son más fuertes de lo que había supuesto.
Empezó a examinar el oscuro mapa del mundo de Nehwon pintado en el interior de la
esfera. Su atención se dirigió a la lengua septentrional del Mar Exterior, donde una larga
península del Continente Occidental se extendía hacia el Yermo Frío, con la Isla de la
Escarcha en medio. Acercó su rostro aracnoide a la punta de esa península y en el lado
septentrional distinguió unas motas diminutas en las aguas azul oscuro.
La armada de los mingoles marinos llamados oscuros cerca Sayend dijo riendo
entre dientes, refiriéndose a la ciudad más oriental del antiguo Imperio de
Eevamarensee . ¡Manos a la obra!
Sus manos erizadas de negro vello trazaron unos movimientos mágicos encima de las
motas reunidas, mientras decía con voz monótona:
Escuchadme, esclavos de la muerte. Escuchad mi palabra y sentid mi aliento.
Aprended minuciosamente mis instrucciones. En primer lugar, ¡Sayend debe arder!
¡Vuestra horda se lanzará contra Nehwon, luego asolará la Isla de la Escarcha y a
continuación el mundo! Una mano aracnoide se movió hacia la pequeña isla verde en
medio del océano . Redonda Isla de la Escarcha, permite a tus aguas prodigiosa
abundancia de peces, a fin de aprovisionar a mi tormenta mingola. La mano se retiró y
los pases mágicos se hicieron más rápidos . Que la negrura envuelva la mente mingola,
inclinada contra la humanidad. Que la locura enrojezca la ira mingola, ¡que del frío llegue
la muerte por el fuego!
Sopló con fuerza, como sobre unas cenizas frías, y un pequeño lugar en la punta de la
península brilló con un rojo oscuro, como un ascua removida.
¡Por la voluntad de Khahkht, que estos hechizos queden encerrados! graznó,
sellando así herméticamente el encantamiento.
Las naves de los mingoles marinos oscuros anclaron en el puerto de Sayend, tan
juntos como pescados en una barrica y del mismo blanco plateado. Sus velas estaban
aferradas. Las cubiertas centrales de los barcos, colindantes por el través, constituían un
tosco camino desde la escarpada costa hasta la nave insignia, donde Edumir, su jefe
supremo, estaba sentado en su trono bajo la toldilla de popa, bebiendo copiosamente el
vino de setas de Quarmall, que engendra visiones. La luz fría de la luna llena, al sur del
cielo invernal, revelaba la estrecha casilla de caballería que era el castillo de proa de cada
nave, y destacaba los ojos enloquecidos y la enjuta cabeza del caballo de la nave, un
flaco garañón de las estepas, introducida entre los barrotes irregulares muy espaciados, y
todos ellos mirando hacia el este.
La ciudad tomada, con su puerta marítima abierta de par en par, estaba a oscuras.
Ante sus muros y en la calle que conducía al mar, los defensores, en escaso número,
yacían donde habían caído, bañados en su propia sangre y pisoteados por los mingoles
marinos entregados al pillaje, los cuales, sin embargo, no intentaban abrir las puertas
principales, cerradas y atrancadas, tras las que se protegían los demás habitantes. Ya
habían capturado a las cinco doncellas exigidas por el ritual, enviándolas a la nave
insignia, y ahora buscaban aceite de ballena, de marsopa y de pescado.
Sorprendentemente, no llevaban este valioso tesoro a las naves, sino que lo
desperdiciaban, rompiendo los barriles con hachas, destrozando los tarros y vertiendo la
preciosa sustancia sobre puertas, paredes de madera y la calle adoquinada.
La elevada popa de la gran nave insignia estaba tan oscura como la ciudad a la luz de
la luna. El curandero de Edumir se hallaba al lado de éste, ante un brasero de yesca,
sosteniendo en alto un trozo de pedernal en una mano y una herradura en la otra, sus
ojos tan febriles como los de los caballos embarcados. Junto a él se agazapaba un
delgado y membrudo guerrero, desnudo de cintura para arriba, provisto del arco mingol de
cuerno fusionado, el arma más temida de Nehwon, y cinco largas flechas que llevaban
atados unos trapos empapados en aceite, mientras que al otro lado se encontraba un
hombre con un hacha, y cinco barriles de aceite capturado.
En el siguiente nivel inferior, las cinco doncellas de Sayend estaban encogidas de
miedo, con los ojos muy abiertos y silenciosas, su palidez resaltada por el largo cabello
negro trenzado, y cada una vigilada por dos sombrías mingolas que blandían cuchillos.
Más abajo, en la cubierta principal, se alineaban cinco jóvenes jinetes mingoles,
elegidos para aquel honor por su valor demostrado, cada uno montado en una yegua de
las estepas férreamente disciplinada, cuyos cascos tamborileaban de vez en cuando en la
cubierta ahuecada.
Edumir arrojó su copa de vino al mar y, muy despacio, volvió el impasible rostro de
larga mandíbula hacia su curandero e hizo un gesto de asentimiento. El brujeril individuo
bajó la herradura y el pedernal y, golpeándolos encima del brasero, sopló las chispas así
engendradas hasta que la yesca llameó.
El arquero colocó sus cinco flechas sobre el brasero y, a medida que prendían, las fue
poniendo en el arco y las disparó sucesivamente hacia Sayend, con una rapidez tan
milagrosa que la quinta pintó su estrecha curva anaranjada en el cielo nocturno antes de
que la primera hubiera llegado a su destino.
Las cinco flechas se clavaron en paredes de madera y, con una celeridad sobrenatural,
la ciudad remojada en aceite ardió como una sola antorcha, y los gritos ahogados y
desesperados de sus habitantes atrapados se alzaron como los de los prisioneros del
infierno.
Entretanto, las mingolas que la custodiaban habían rasgado las ropas de la primera
doncella, sus cuchillos moviéndose como regueros de fuego plateado, y la arrojaron
desnuda hacia el primer jinete. Éste la cogió por las negras trenzas, la levantó y la colocó
de través sobre la silla de montar, aferrando la esbelta espalda desnuda contra su pecho
acorazado con cuero. Simultáneamente, el hombre del hacha golpeó el primer barril y lo
volcó sobre caballo, jinete y doncella, empapándoles a todos de brillante aceite. Entonces
el jinete tiró de las riendas, clavó las espuelas, y la yegua partió al galope por las
cubiertas muy juntas, hacia la ciudad en llamas. Cuando la doncella se dio cuenta del
destino de la frenética carrera, empezó a gritar, y sus gritos fueron agudizándose,
acompañados de los gruñidos del jinete y el tamborileo de los cascos de la yegua.
Todas estas acciones fueron repetidas una, dos, tres, cuatro veces... El tercer caballo
resbaló de costado en el aceite, cayó, se levantó..., y así, el quinto jinete estuvo en
camino antes de que el primero hubiera alcanzado su meta. Las yeguas habían sido
adiestradas desde que eran unas potrancas para hacer frente a los muros de fuego y
saltar por encima de ellos. Los jinetes habían bebido copiosamente el mismo vino de
setas que Edumir. Las doncellas gritaban aterradas.
Uno tras otro se siluetearon brevemente contra el rojo portal, y luego se internaron por
él. Por cinco veces las llamas de Sayend crecieron todavía más, iluminando de rojo la
pequeña bahía, la flota compacta, los rostros impasibles y los ojos vidriosos de los
mingoles, y la ciudad expiró con un interminable grito de agonía.
Cuando todo terminó, Edumir se puso en pie, alisó su manto de pieles y con voz
estridente ordenó:
Ahora en marcha hacia el este, a través del océano. ¡A la Isla de la Escarcha!
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