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el recaudador te dé todo lo que ha recaudado durante la semana, que guarda en el cofre
en la cabecera de la cama...
- Dejadme al menos acabar el capítulo... Sed buenos chicos...
Los dos jóvenes pensaban en los tiempos en que, al primero que se atrevía a
contradecirle, Gian dei Brughi le clavaba dos pistolas en el estómago. Les vino una
amarga nostalgia.
- Tú coges los sacos de dinero, ¿de acuerdo? - insistieron, tristemente -, nos los traes,
nosotros te devolvemos tu libro y podrás leer cuanto quieras. ¿Está bien así? ¿Irás?
- No. No está bien. ¡No iré!
- Ah, conque no irás... Ah, conque no irás, dices... ¡Pues mira, entonces! - y Ugasso
cogió una página de hacia el final del libro ( - ¡No! - gritó Gian dei Brughi), la arrancó ( -
¡No! ¡Quieto!), hizo una bola con ella, la echó al fuego.
- ¡Ah! ¡Perro! ¡No puedes hacer eso! ¡Ya no sabré cómo termina! - y corría detrás de
Ugasso para pillarle el libro.
- Entonces qué, ¿vas a ir a casa del recaudador?
- No, ¡no pienso ir!
Ugasso arrancó otras dos páginas.
- ¡Estáte quieto! ¡Todavía no he llegado ahí! ¡No puedes quemarlas!
Ugasso ya las había tirado al fuego.
- ¡Perro! ¡Clarisa! ¡No!
- Entonces qué, ¿vas a ir?
- Yo...
Ugasso arrancó otras tres páginas y las lanzó a las llamas.
Gian dei Brughi se sentó con la cara entre las manos.
- Iré - dijo -. Pero prometedme que me esperaréis con el libro fuera de la casa del
recaudador.
Escondieron al bandido en un saco, con un haz de leña sobre la cabeza. Bel-Loré
llevaba el saco a la espalda. Detrás iba Ugasso con el libro. De vez en cuando, cuando
Gian dei Brughi con una patada o un gruñido desde dentro del saco daba muestras de
estar a punto de arrepentirse, Ugasso le hacía oír el ruido de una página arrancada y Gian
dei Brughi volvía a quedarse calmado enseguida.
Con este sistema lo llevaron, disfrazados de leñadores, hasta dentro de la casa del
recaudador de impuestos y lo dejaron allí. Fueron a situarse un poco lejos, detrás de un
olivo, esperando la hora en que, terminado el golpe, debía reunirse con ellos.
Pero Gian dei Brughi tenía demasiada prisa, salió antes de oscurecer, por la casa aún
había demasiada gente.
- ¡Manos arriba! - Pero ya no era el de antes, era como si se viese desde fuera, se
sentía un poco ridículo -. Manos arriba, he dicho... Todos los de la habitación, contra la
pared... - Nada: no se lo creía ni él, lo hacía por hacer -. ¿Estáis todos? - No se había
dado cuenta de que se había escapado una niña.
En cualquier caso, era un trabajo en el que no se podía perder ni un minuto. En cambio
lo alargó, el recaudador se hacía el tonto, no encontraba la llave, Gian dei Brughi
comprendía que ya no lo tomaban en serio, y en el fondo estaba contento de que así
ocurriese.
Salió, por fin, con los brazos cargados de bolsas repletas de escudos. Corrió casi a
ciegas al olivo fijado para reunirse.
- ¡Aquí está todo lo que había! ¡Devolvedme Clarisa!
Cuatro, siete, diez brazos se arrojaron sobre él, lo inmovilizaron de la espalda a los
tobillos. Una cuadrilla de esbirros lo levantaba a pulso y lo ataba como a un jamón.
- ¡A Clarisa la verás estando en chirona! - y lo condujeron a la cárcel.
La cárcel era una torre a orillas del mar. Un bosque de pinastros crecía allí cerca.
Desde lo alto de uno de estos pinastros, Cósimo llegaba casi a la altura de la celda de
Gian dei Brughi y veía su rostro tras las rejas.
Al bandido no le importaban nada ni los interrogatorios ni los procesos; cualquiera que
fuese el resultado, lo iban a ahorcar igualmente; pero su preocupación eran esos días
vacíos allí en la prisión, sin poder leer, y aquella novela dejada a medias. Cósimo
consiguió obtener otro ejemplar de Clarisa y se lo llevó al pino.
- ¿Dónde habías llegado?
- ¡Cuando Clarisa escapaba de la casa de mala fama!
Cósimo hojeó un poco y luego:
- Ah, sí, aquí lo tengo. Pues... - y empezó a leer en voz alta, vuelto hacia la reja, a la
que se veían agarradas las manos de Gian dei Brughi.
La instrucción de la causa se fue alargando; el bandido resistía las torturas; para
hacerle confesar cada uno de sus innumerables delitos se requerían días y días. Pero
siempre, antes y después de los interrogatorios, se quedaba escuchando a Cósimo que le
leía. Cuando terminó Clarisa, viéndolo algo entristecido, Cósimo pensó que Richardson, a
la postre, era un poco deprimente; y prefirió empezar a leerle una novela de Fielding, que
con vicisitudes más movidas lo consolara un poco de la libertad perdida. Eran los días del
proceso, y Gian dei Brughi sólo tenía en la cabeza los azares de Jonathan Wild.
Antes de que se acabara la novela, llegó el día de la ejecución. En la carreta, en
compañía de un fraile, Gian dei Brughi llevó a término el último viaje como viviente. Las
ahorcaduras en Ombrosa se ejecutaban en una alta encina en medio de la plaza.
Alrededor todo el pueblo formaba un círculo.
Cuando tuvo la soga al cuello, Gian dei Brughi oyó un silbido entre las ramas. Alzó el
rostro. Era Cósimo, con el libro cerrado.
- Dime cómo termina - dijo el condenado.
- Siento decírtelo, Gian - respondió Cósimo -, Jonatán termina colgado por el cuello.
- Gracias. ¡Que sea lo mismo para mí! ¡Adiós! - y dio un puntapié a la escalera,
quedando estrangulado.
El gentío, cuando el cuerpo cesó de agitarse, se marchó. Cósimo se quedó hasta la
noche, a horcajadas de la rama de la que colgaba el ahorcado. Cada vez que un cuervo
se acercaba para morder los ojos o la nariz al cadáver, Cósimo lo ahuyentaba agitando el
gorro.
XIII
Con el trato con el bandido, pues, Cósimo había adquirido una desmesurada pasión
por la lectura y el estudio, que mantuvo luego durante toda su vida. La actitud habitual en
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