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111. El deber fundamental del hombre consigo es el amor de sí
mismo; y la fórmula general de la ejecución de este deber es el
desarrollo armónico de sus facultades, cual conviene a un ser
inteligente y libre. Apliquemos estos principios.
112. Lo que está encargado de llevar algo a la perfección, es
necesario que la ame, y el hombre tiene este encargo para consigo. No
puede haber una inclinación continua al desarrollo y perfección de las
facultades, sin amar este desarrollo y perfección del ser que las posee.
Así, el amor de una criatura a sí misma pertenece al orden general del
universo; es una ley de todos los seres inteligentes y libres, que
pertenece al orden conocido y amado por Dios. Al amarse el hombre a
sí mismo, ama también lo que Dios ama, y, por consiguiente, ama en
algún modo al mismo Dios.
El amor de sí mismo es tan conforme a la naturaleza de las cosas, y
se halla de tal modo grabado en nuestro espíritu, que no ha sido
necesario expresarlo como precepto; lo que es temible, es el abuso del
amor; pero no es posible que falte. A este propósito es de notar que en
el Evangelio se ha dicho que el principal y primer mandamiento era amar
a Dios, y el segundo, semejante al primero, amarás al prójimo como a ti
mismo . Esto último se da por supuesto; y así es que se toma por
modelo o regla del amor a los demás como a ti mismo.
113. De esto inferiremos que, cuando se habla del amor propio
como de un vicio, se entiende el abuso de este amor, que por desgracia
es harto común; mas no del amor en sí, pues que éste, por el contrario,
es una de nuestras primeras obligaciones, o, mejor diríamos, de
nuestras necesidades.
114. El deseo de la felicidad implica este amor; y, como de este
deseo no podemos despojarnos, se echa de ver que el amor de sí mismo
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es una necesidad. ¿Cómo se concilia su carácter necesario con el de un
precepto que debe suponer libertad? Muy sencillamente. La necesidad
le conviene tomado el amor en general, en cuanto nos lleva a buscar la
felicidad también en general; pero la cualidad de precepto le pertenece,
en cuanto se refiere a las aplicaciones de este amor, así con respecto al
objeto determinado en que ponemos la felicidad, como a los medios que
empleamos para alcanzarla. El deseo de la felicidad es un hecho
necesario; el modo de cumplir este deseo cae bajo el orden de los
preceptos.
115. Aquí encontramos un ejemplo de cómo está unida la
moralidad con la utilidad. El amor de sí mismo es moral, y es al propio
tiempo útil; y no sólo útil, sino necesario, para que el ser inteligente y
libre llegue al objeto de su destino.
116. El amor de sí mismo no puede ser el término del hombre; este
amor, por sí solo, sin aplicaciones, no le proporcionaría la felicidad que
desea; el ser feliz por la contemplación y amor de sí propio corresponde
sólo a Dios, que contempla y ama en sí toda la verdad y todo bien. El
amor de la criatura a sí misma ha de ser una especie de impulso que la
lleve a la perfección y a la felicidad, no su fin último; y en las
aplicaciones de este impulso debe cuidar de no ponerse en
contradicción con su fin. Para cuyo objeto es preciso que no tome por
norma de su conducta la satisfacción de todos sus deseos, sino que los
considere en su conjunto y en sus relaciones, y que únicamente
otorgue a cada uno la parte que lo corresponda, para que no se
perturbe, y antes bien se conserve y mejore, la armonía de sus
facultades.
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SECCIÓN III
Deberes relativos al entendimiento
117. La primera de las facultades, y que está como en la cima de la
humana naturaleza, es el entendimiento, el cual conoce la verdad y sirve
de guía a las otras. Este es el ojo del espíritu: si no está bien dispuesto,
todo se desordena.
Hablan algunos del entendimiento como si esta facultad no
estuviese sujeta a ninguna regla; así excusan todas las opiniones ,
todos los errores, bastándoles el que sea una operación intelectual para
que le tengan por inocente e incapaz de mancha. Es verdad que un error
es inocente cuando el que lo sufre no ha podido evitarle, y en este
sentido se pueden disculpar algunos errores; pero, si se intenta
significar que el hombre es libre de pensar lo que quiera, sin sujeción a
ninguna ley, haciendo de su inteligencia el uso que bien le parezca, se
cae en una contradicción manifiesta. La voluntad, los sentidos, los
órganos, hasta los miembros, todo en el hombre está sujeto a leyes; ¿y
no lo estará el entendimiento? No podemos usar de la última de
nuestras facultades, sin sujeción al orden moral; y la más noble, la que
debe dirigirlas a todas, ¿estará exenta de la ley? Una acción de la mano,
del pie, podrán sernos imputadas; ¿y no lo serán las del entendimiento?
¿Seremos responsables de nuestros actos externos, y no lo seremos de
los internos? ¿La moralidad se extenderá a todo, excepto a lo más intimo
de nuestra conciencia?
118. Es claro que no pueden ser indiferentes para el entendimiento
la verdad y el error; su perfección consiste en el conocimiento de la
verdad; luego tenemos un deber de buscarla: y, cuando no empleamos
el entendimiento en ese sentido, abusamos de la mejor de nuestras
facultades. El objeto del entendimiento es la verdad, porque la verdad
es el ser; y la nada no puede ser objeto de ninguna facultad. Cuando
conocemos el ser, conocemos la verdad, y, por consiguiente, estamos
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