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padre, que valen ni la plata ni el tabaco las vidas que cuestan, y las lágrimas que
hacen derramar? ¡Hijo de mi alma! ¡Dios sabe lo que será de él en aquella tierra,
en la que se matan los hombres como chinches, y todo es venenoso, hasta el
aire!
En este instante se oyó un silbido estraño.
El ventero se puso en pie de un brinco, agarró apresuradamente el candil y
corrió hacia la puerta diciendo:
-El capitán.
Al presentarse en el umbral con el candil en la mano, alumbró esta luz roja a
un hombre montado a caballo, que traía terciado por delante a otro que parecía
cadáver.
-Ayudadme a bajar a este hombre, le dijo el jinete, con la aspereza de la voz
poco ejercitada de un hombre de pocas palabras.
El ventero alargó el candil a su mujer que se había acercado, y se apresuró a
hacer lo que se le mandaba.
-¡Jesús me valga! ¡Un muerto! esclamó la ventera, ¡por María Santísima!
Señor, no nos lo metáis en casa!
-No está muerto, contestó el jinete, está malo; cuidadlo, que para eso sirven
las mujeres. Aquí hay dinero para costear la cura.
Diciendo esto, tiró una moneda de oro y desapareció en la oscuridad,
perdiéndose poco a poco el sonoro y medido ruido del galope de su caballo,
como un pensamiento fijo se va desvaneciendo al apoderarse el sueño de
nuestras facultades.
-¡Pues está bueno el lance! gruñó Marta. ¡Cuánto va que él por sus manos lo
ha puesto así, se larga, y ahí queda el tajo! ¡Cúrelo Vd.!, ¡como si no hubiese
más que curar a uno que está muerto o poco le falta! ¡Cómo si esta venta fuese
un hospital! ¡Pues no se ha figurado ese perdona vidas que no tiene más que
mandar, como si fuese el rey!
-¡Chitón! dijo el ventero asustado; ¿quieres callar lengua-larga? ¡Hablar así
de Diego! ¡El mismo demonio son las mujeres! ¿A qué gruñes si sabes que no
hay más que hacer sino lo que manda esa gente? Además es una obra de
caridad: con que a ello.
Prepararon lo mejor que pudieron un lecho en un desván.
-No tiene señal de golpe ni herida, dijo Andrés desnudando al enfermo: ¿lo
ves, mujer? es una enfermedad como otra cualquiera.
- Mira, mira, Andrés, esclamó Marta; tiene un escapulario de la Virgen del
Carmen al cuello.
Y como si esta vista o el santo influjo de la sagrada insignia hubiese
despertado en ella todos los buenos sentimientos de humildad cristiana; como si
la hermandad en una misma devoción hubiese hecho resonar claro aquel santo
precepto: al prójimo como a ti mismo, se puso a esclamar: razón tenías, Andrés;
es una obra de caridad asistirlo: ¡pobrecillo!... ¡qué joven es, y que desamparado
está!... ¡su pobre madre!... Vamos, vamos, Andrés, ¿qué haces ahí parado como
un poste? Anda, corre, trae vino para refregarle las sienes; mata una gallina, que
le voy a poner un puchero.
-Eso es, murmuró Andrés al irse... primero no lo quiere en casa, ahora se ha
de echar el bodegón por la ventana... ¡las mujeres! el demonio que las entienda.
Marta fue incansable en la asistencia del infeliz, que se agitaba en su fiebre y
hablaba en su delirio de cosas terribles.
A la noche siguiente entró en la venta un hombre mal encarado y de
repugnante aspecto. Había estado en presidio, y era su apodo el Presidiario.
-Dios guarde la persona, dijo el ventero al verlo entrar, con más miedo que
cordialidad: ¿qué le trae a Vd. por acá?
-Un antojito del capitán; ¡mala rabia le mate!... ¿pues no vengo a saber de un
enfermo como mandadero de monjas?
-No le va muy bien, contestó el ventero; tiene una calentura como un toro;
está desvariando y habla de una muerte que ha hecho, de cabezas de muerto...
-¡Hola! ¿con qué es hombre de armas tomar? dijo el Presidiario; vamos a
verlo.
Subieron al desván.
-En todo el día se me ha pegado la camisa al cuerpo, iba diciendo el ventero,
pues ha habido gentes y hasta soldados, y si lo hubiesen oído...
Examinaba entretanto el Presidiario la joven, fina y demacrada persona de
Perico, y con un movimiento despreciativo respondió al ventero:
-Pues si os da ruido, plantarlo en la del Rey.
-Eso no, esclamó Marta... infeliz... yo tengo un hijo en América, que puede
que esté a estas horas como éste, abandonado de todos, y que clame, como
éste lo hace, por su madre...
¡No, no señor! no le desampararemos, ni la Señora cuyo escapulario lleva, ni
yo...
-Cómprele Vd. dulces, dijo el Presidiario volviendo a bajar.
-¿Qué se dice? le preguntó al ventero.
-Que van a poner a premio la cabeza de Diego.
-¿El qué? volvió a preguntar el Presidiario con estraño y ávido interés.
El ventero repitió lo que había dicho.
Quedóse un momento suspenso el Presidiario, y luego prosiguió:
-¿Dónde se cree que estamos?
-Hacia Despeñaperros.
-¿Se nos persigue?
-Sí, una partida de caballería hay en Sevilla, una de infantería en Córdoba y
una de migueletes en Utrera.
-Zapatos han de romper antes de vernos las caras, dijo el Presidiario; y si nos
las ven, caro les ha de costar.
-Ya, ya sabemos, repuso Andrés, que el que se le pone por delante a Diego,
bien puede buscar su sepultura... pero al fin tantos pueden ser...
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