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explicación por el general de los negros y de la escoria de los pros-
criptos del mundo, tuvo que dársela plena y cumplida en honor de la
verdad y de la justicia.
Antes de que esto tuviera lugar, ya se había levantado en la tri-
buna francesa la elocuente voz de Thiers, sosteniendo la causa de la
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nueva Troya del Plata (que Alejandro Dumas no había bautizado aún)
dando al tirano Rozas el dictado de bandido (brigand) y a Montevideo
el de heroica, reconociendo a los hijos desheredados de la bandera
tricolor, como dignos hijos de la Patria que los estigmatizaba ante un
tribunal francés.
¡Y más tarde, cuando llegaron para la Francia los días de desgra-
cia y de prueba, cuando Chaix-D'Est caía como cómplice del despo-
tismo de Napoleón III y cuando Thiers se levantaba proclamando la
República necesaria, ese general Garibaldi, mal conocido por la Fran-
cia, seguido por la banda de aventureros escoria de las naciones que
acaudillaba en Montevideo, presentó al republicano Gambetta la única
bandera arrancada en el campo de batalla de manos del enemigo en la
guerra francoprusiana!
Volvamos a Montevideo.
III
Era el 17 de noviembre de 1843, y empezaba a amanecer.
La mañana estaba nublada, y a la distancia apenas se percibía la
silueta del Cerrito, cuartel general del ejército sitiador.
La línea de fortificación de, la plaza, que se extendía de mar a
mar, cerrando la península en que está fundada la ciudad de Montevi-
deo, presentaba un aspecto pintoresco, con su infantería formada al
pie de la muralla, y sus artilleros con las mechas encendidas al pie de
sus piezas; a la izquierda se veía su flotilla de cañoneras mandadas
por Garibaldi, que prolongaba la línea en las aguas de la bahía, termi-
nando en su famoso Cerro; y a la extrema derecha el cementerio don-
de se enterraban los muertos de la defensa, coronado por una batería a
barbeta batida por las olas del Sur. Entre las líneas avanzadas de los
beligerantes se veían los escuchas de uno y otro campo, que cam-
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biaban algunos tiros produciendo el efecto de relámpagos en medio de
la niebla.
Desde la batería central denominada del 25 de Mayo, coronada
por un alto caballero artillado con siete piezas de a 24, se dominaba
todo este paisaje. En aquel momento una columna de infantería, pre-
cedida de algunos guerrilleros, salía por el portón Zel centro. Compo-
níala el batallón 3 de línea, formado de negros libertos, al cargo de su
mayor Juan Antonio Lezica (argentino), y una parte de la legión ita-
liana. Marchaba a su cabeza como jefe de vanguardia el coronel José
Neira, oriundo de Galicia, naturalizado en la República Oriental, que
había empezado su carrera militar en Buenos Aires combatiendo con-
tra los ingleses en 1806 y 1807. Era un hombre como de sesenta años,
de fisonomía acentuada, tez encendida y cabellos blancos: montaba un
caballo blanco, y llevaba al cinto una espada y un par de pistolas. Me-
dia hora después aquella columna ocupaba las posiciones avanzadas
del centro, situadas como a una' milla a vanguardia de la línea de for-
tificación, desalojando de ellas al enemigo a balazos.
Pocas horas más tarde, la vigía de la plaza, que era dirigida por
el comandante Alberto Lista (argentino), enarbolaba la señal de que
fuerzas enemigas avanzaban sobre el centro de nuestra línea de van-
guardia. Dirigíme hacia aquel punto desde la batería del Caballero en
que a la sazón me encontraba, y al pisar la azotea del mirador donde
estaba aquélla situada, me encontré con el coronel Garibaldi, que apo-
yado con ambos brazos sobre el parapeto y con la mirada perdida en el
espacio, contemplaba el paisaje o meditaba tal vez mirando hacia el
interior de su alma.
Tenía yo entonces veintidós alos, y la personalidad de Garibaldi
ejercía sobre la imaginación una especie de fascinación, que me atraía
irresistiblemente por las hazañas que de él había oído relatar, y por
una especie de misterio moral que lo envolvía. Sólo tres veces lo había
visto en mi vida sin tener ocasión de hablar íntimamente con él. La
primera vez que lo conocí fue al abandonar el servicio de la República
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Ríograndense, donde había dejado una fama novelesca por su coraje y
por su elevación moral. Brindaba con varios proscriptos italianos que
entonaban el himno de la Joven Italia, cuyo coro acompañaba él con
voz dulce y vibrante, mientras comía con un pedazo de pan una salsa
de ajos preparada a la genovesa, bebiendo un vaso de agua pura. Me
dió la idea de un hombre que tenía en sí la embriaguez sagrada, y que
no necesitaba ningún estimulante extraño a su naturaleza para elevar-
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