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La puesta del sol puso fin a su trabajo y le llevó un sosiego espiritual y una paciencia
que no había experimentado antes. Esperaba a Judkins, mas no compareció. La casa siempre
estaba sumida en la quietud, pero aquella noche el silencio parecía mayor. Durante la cena,
sus criadas sirviéronla con una silenciosa solicitud que decía lo que sus sellados labios no
podían expresar: la simpatía y la compasión de las mujeres mormonas.
Llegó Jerd con la llave de la puerta principal del establo y para dar el parte diario
sobre los caballos. Uno de sus deberes consistía en sacar todos los días a Estrella Negra y
Africano, en unión de los demás corceles, y dar con ellos un paseo de unas diez millas. Éste
no se había efectuado aquel día y el muchacho se aturdió al querer dar unas. explicaciones
que Juana no había pedido. Sólo le preguntó si volvería al día siguiente, y Jerd, sorprendido y
aliviado, le aseguró que siempre trabajaría para su ama. Juana echó de menos el ruido v el
tráfago que promovían sus jinetes cuando regresaban por la noche, después de pasar todo el
día en la pradera. Solitaria se paseó por entre los álamos, donde reinaba el crepúsculo; los
pájaros cesaron en sus cantos; el viento suspiraba en las copas de los árboles y el agua de la
fuente murmuraba, discreta. El destello de la primera estrella acrecentó la paz y la belleza de
la noche. Juana sintió renacer en su corazón la fe y la esperanza, y una secreta voz le dijo que
todo tornaría a estar bien en su pequeño mundo. Se imaginaba a Venters ante la hoguera de su
campamento, solitario, entre sus fieles perros, y oró por su seguridad y por el éxito de su
empresa.
A la mañana siguiente, muy- temprano, una de las criadas trajo a Juana el recado de
que Judkins deseaba hablarle. Se apresuró a salir, y viendo con gran sorpresa que el joven iba
armado con rifle y pistolas, olvidó preguntarle por el estado de su herida.
-¡Judkins! ¿Qué significan esas armas? Tú nunca has ido armado.
-Ha llegado, señorita, la hora de armarse -replicó
-Judkins -. ¿Queréis venir conmigo al bosque de álamos.' No es prudente que me vean
aquí con vos.
Juana le acompañó hasta las protectoras sombras de los árboles.
-¿Qué quieres decir?
-Señorita, anoche fui a casa de mi madre, y, mientras estaba allí, alguien llamó y un
hombre preguntó si yo estaba. Fui a la puerta y le vi; llevaba el rostro tapado y me dijo que
más me valía no seguir al servicio de Juana Withersteen. Su voz era ronca y extraña; la disi-
mulaba, me parece, lo mismo que su rostro. No dijo más y se marchó aprisa.
-¿Sabes quién era? - preguntó Juana en voz baja.
-Sí.
Juana no preguntó más; no quería saber, temía saber. Su calma desapareció al
instante.
-Por eso voy armado -continuó Judkins -. Porque yo nunca dejaré de trabajar para vos,
señorita Withersteen, a no ser que vos misma deseéis que me vaya.
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Librodot Los jinetes de la pradera roja Zane Grey
-Judkins, ¿deseas marcharte de mi casa?
-No me conocéis si creéis eso. Dadme un caballo, un caballo veloz, y enviadme a la
pradera.
-Gracias, Judkins. Eres más fiel que los de mi religión. No debería aceptar tu lealtad;
acaso tengas que sufrir por mi causa. Mas, ¿qué he hacer? Mi cabeza da vueltas. ¡La
injusticia que se cometió con Venters, el robo del hatajo, esos hombres enmascarados, las
amenazas... ! ¡No lo entiendo! Pero presiento que algún destino oscuro y terrible me espera.
-Señorita, la cosa está clara - dijo Judkins gravemente -. Escuchadme y olvidad por un
momento que sois mormona... Ayer estuve en el pueblo recorriendo las tabernas y almacenes.
Todos vuestros jinetes estaban allí. Se hablaba de organizar un cuerpo de vigilancia para
acabar con las ladrones de ganado. Dicen que van a llamarle «Los Jinetes». Y éste es el
motivo que dicen tener para haberos abandonado. Lo extraño es que sólo unos pocos jinetes
de los demás ranchos hayan ingresado en ese cuerpo de vigilancia. Y el confidente de Tull,
Jerry Card, es su cabecilla. Le vi a él y a su caballo. No ha ido a Glaze. Es difícil engañarme
a mí; sé cuando un caballo ha corrido por la pradera durante muchas horas... Me encontré con
Blake y Dorn, ambos buenos amigos míos, hasta donde su mormonismo les permite. No pu-
dieron engañarme tampoco, por mas que no hicieron grandes esfuerzos en este sentido. Les
pregunté, sin embargo, por qué os habían abandonado del modo que lo hicieron,
recordándoles al mismo tiempo cómo atendisteis a la vieja madre de Blake cuando estuvo
enferma, y cuán buena sois con los hijos de Dorn. Se les caía la cara de vergüenza, señorita.
Pero luego se irguieron, adoptando esa mirada vaga y opaca que les hace tan misteriosos. Sin
embargo, advertí la diferencia que había entre los naturales remordimientos de conciencia
que demostraron al principio y la cara grave y seria que pusieron después, ocultando un
inconfesable secreto. Y comprendí claramente que ellos no se atrevían a contravenir. Su
rostro parecía decir que si os son infieles es por ser leales a un deber más elevado. Ése es su
secreto; mas para mí la cosa está tan clara como... como cierto es que llevo ahora pistolas.
-¡Ya lo creo que está claro... ! ¡Mi ganado solo en la pradera, para robármelo...! ¡Hay
que dejar en la miseria a Juana Withersteen...! ¡Hay que hacerle bajar la cabeza y doblegar su
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